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Leer un evangelio es convertirse en testigo. Más exactamente, es entrar en un testimonio que, al mismo tiempo, se impone y nos hace vivir. Es dejarse poseer por la fuerza de Jesús resucitado que no cesa de construir su Iglesia a lo largo de los siglos, en el corazón de las civilizaciones sucesivas. Es comulgar con el soplo del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, que, desde los días de Pentecostés en Jerusalén, se muestra activamente presente en la vida de los hombres hasta el punto de dejarse discernir, encontrar de manera tangible. Es, finalmente, descubrir hermanos y hermanas con los que se nos da la oportunidad de recorrer un camino que se hace nuevo a cada paso, que puede adoptar el rostro de cualquier hombre y hacer suya la marcha de cualquier comunidad humana.
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Leer un evangelio es convertirse en testigo. Más exactamente, es entrar en un testimonio que, al mismo tiempo, se impone y nos hace vivir. Es dejarse poseer por la fuerza de Jesús resucitado que no cesa de construir su Iglesia a lo largo de los siglos, en el corazón de las civilizaciones sucesivas. Es comulgar con el soplo del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, que, desde los días de Pentecostés en Jerusalén, se muestra activamente presente en la vida de los hombres hasta el punto de dejarse discernir, encontrar de manera tangible. Es, finalmente, descubrir hermanos y hermanas con los que se nos da la oportunidad de recorrer un camino que se hace nuevo a cada paso, que puede adoptar el rostro de cualquier hombre y hacer suya la marcha de cualquier comunidad humana.
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